domingo, 17 de abril de 2011

Aquel curioso chico y su curiosa afición

          Vivía en mi pueblo. El pueblo de toda la vida, el que nunca se olvida. Nadie sabía su nombre; tampoco nos importaba. Le gustaba la soledad. Se pasaba largas horas paseando por la plaza, la de al lado de la iglesia. Siempre se iba a las en punto, nadie sabía hacia donde pero sí que marchaba a lo largo de las montañas. Aquellas montañas deshabitadas. 
          Cada sábado se dedicaba a ir a un pequeño bar que tenía peceras. Estaba abarrotado de peceras. Le fascinaban, se le notaba en los ojos. Yo le miraba mientras él se embelesaba delante de aquellos pequeños coloridos nadadores. La primera vez que oí su voz fue mientras les hablaba. Sí. A ellos, a los peces. Nunca supe lo que decía pero sí que lo decía con cariño. Les tenía cariño. Con el paso del tiempo no solo los visitaba los sábados, también los domingos. Yo siempre le observaba. Me parecía curiosa y a la vez hermosa esa afición suya por aquellos renacuajos. 
          Después de mil y un fines de semana aquel bar cerró.  Yo vi con mis propios ojos su cara de disgusto, de desilusión. Al cabo de unos minutos me decidí por comprar una pecera y algunos peces. No era lo suficiente, pero era. Cuando volví a las puertas de aquel bar cerrado él ya no estaba, pero aún así, allí deje la pecera; apoyada en un pequeño muro, enfrente de la entrada.  Regresé a la semana siguiente y a la siguiente y a la siguiente. Pero él nunca volvió y ahora era yo la que me quedaba horas y horas fascinada con aquellas criaturas.